La personalidad o lo que creemos que somos es una construcción con varias columnas: el entorno social y cultural en el que nacemos, el ejemplo que nos ofrecen nuestros padres o cuidadores, y los valores de una determinada época, entre otros.
Así establecemos nuestras creencias y principios, esas ideas a las que les decimos que sí una y mil veces hasta que se graban en nuestra mente como verdades y se convierten en parte de nuestra personalidad.
Un pensamiento típico que damos a nuestros comportamientos es el de “así soy” y pocas veces nos cuestionamos si debiéramos actualizar nuestras conductas para mejorar con ello la calidad de nuestra vida y de nuestras relaciones más significativas.
Trabajo interior
Revisar la que creemos es nuestra personalidad requiere de un trabajo interior profundo y salirse de la zona de confort hacia la zona de aprendizaje, pero evitamos la incomodidad de esta travesía, aunque del otro lado se encuentre nuestro potencial de autorrealización.
Una de mis pasiones es ir a mi interior. Me gusta confrontarme y cuestionar esas creencias a las que les dije que “sí” cuando era niña y que me sirvieron en aquel contexto, pero que hoy ya no son útiles.
En un espacio de aprendizaje encontré, recientemente, una característica de mi personalidad que me atrevería a señalar como la más profunda y que definió muchos aspectos de mi vida.
Darme cuenta de que esta creencia, además de ser una parte fundamental de mi identidad también había estado bloqueando mi realización como individuo, fue fuerte. Tenía que hacer algo con ella. Y mis opciones eran, dejarla como estaba y evitar retarme, o cambiarla para expandir mis posibilidades.
Cuestionar nuestra personalidad requiere de un trabajo interior profundo y salirse de la zona de confort hacia la zona de aprendizaje, pero evitamos la incomodidad de esta travesía, aunque del otro lado se encuentre nuestro potencial de autorrealización.
Decidí retarme. Lo complejo fue darme cuenta de que ese aspecto me había permitido recibir reconocimiento y éxito profesional, pero también me había sobrecargado a unos niveles con los que ya no estaba dispuesta a continuar. Era el momento de equilibrar esa creencia.
Tuve guía de profesionales para clarificar ese marco de personalidad, hacerlo evidente y reencuadrarlo. Pero una vez me quedé a solas con ese descubrimiento experimenté incomodidad y angustia porque parte de mi identidad se estaba desmoronando.
Decidí estar presente y gestionar mis emociones. No hacerlo hubiera significado tomar el camino fácil que en estos tiempos de inmediatez y superficialidad habría sido irme de compras, buscar amigas y conversar, tal vez contarles lo que sentía sin profundizar; o perderme por horas en Facebook y evitar así enfrentar mis emociones incómodas.
Un pensamiento típico que damos a nuestros comportamientos es el de “así soy” y pocas veces nos cuestionamos si debiéramos actualizar nuestras conductas.
Los pasos que seguí no fueron una fórmula, fueron simplemente herramientas que me funcionaron para atender esos aspectos personales que buscaba mejorar. Gestionarme me parece saludable y además me facilita descubrir los mensajes que estas experiencias traen a mi vida.
Primero, decidí sentir completamente la complejidad y la fuerza de esas emociones. Para hacerlo, eliminé todas las actividades que pude para evitar huir. Le di una oportunidad al silencio que me permitió estar para mí y descubrir la salida de mis laberintos personales.
Volver al centro
Posteriormente, escribí sin parar y me entregué a esa experiencia que me ayudó a vaciar mi mente, a poner en papel las ideas y verlas de frente, fuera de mí. Y finalmente, respiré conscientemente, medité y practiqué yoga, actividades que me facilitan volver a mi centro y reducir el diálogo mental.
En esos espacios, en los que me permito ser vulnerable, puedo fluir con mis emociones que se expresan a veces con llanto, con una reflexión o simplemente experimentando paz.
Las emociones fuertes no son cómodas, pero son útiles. Tienen la tarea de informarnos sobre nosotros mismos y expresarnos una verdad personal y profunda. Ignorarlas es renunciar a nuestra esencia, a reconocer eso que nos hace humanos. Es ignorar a la consciencia.
Esta nota fue publicada originalmente en la revista Séptimo Sentido de La Prensa Gráfica y puede encontrarse aquí.